jueves, 25 de octubre de 2012

(TRAVESÍA) Mujer muerta enamora a su chofer.


Venían de Bolivia.
Necesitaban un chofer. Me subí a la altura de Tocopilla.
Iban hacia el sur, en un descapotable antiguo. 
No lo supe cuando me embarqué.
Traían a bordo un cargamento de cocaína.
 El símbolo de Americondia.
La bandera única del continente : blanca y funesta.
Con el cerro de billetes comprarían una isla en el sur.
Levantarían su propio país independiente a imagen del paraíso.
Como tantos otros, estaban cansados del mundo que habían heredado.
Al principio me parecieron unos snobs.
Los típicos y abundantes inconformistas que tapan su vacío consumiendo sensaciones.
Los aterrados que se deslizan  sólo por la cáscara de la carretera.
Pero pasados algunos kilómetros supe que no eran así. Compartíamos un secreto:  éramos una manada de coyotes avanzando por la carretera. 
El coyote es el signo de la astucia :  un animal ambivalente y solitario que no es ni perro ni lobo.





 

Teníamos algo en común como un estigma impreso a sangre y fuego:  nunca le habíamos trabajado un peso a nadie.
Detestábamos la ética del esfuerzo.
Por eso yo iba a bordo de ese auto antiguo.
Los azares están llenos de sentido.
Para ellos, la vida queda siempre en otra parte.
Siempre lejos de casa y a espaldas de la cordillera.
Yo manejaba sin preguntar nada.
A poco andar me enamoré de Ivonne.
La miraba por el espejo retrovisor.
Hechizado y perdido la observaba de  noche y  día.
Tenía la boca pintada roja. Incendiada y violenta como esas flores que estallan en la corona de los cactus.
Su cuerpo era delicado y su voz  ausente. 
Como un abanico se echaba viento fresco.
Era una mujer mimada y viciosa.
Sobre el asiento se dejaba poseer al mismo tiempo por sus dos amantes.
Yo la veía meterse en las narices ese maldito polvo blanco.
Luego reía descontroladamente. 
Sabía que yo la estaba mirando. Eso la excitaba.
Presumía  jadeando más de la cuenta. Gozaba provocándome.






 

Esperé,  pero nunca llegó mi turno. 
Todo era un cruel espejismo.
Las incendiadas arenas reverberaban a orillas de la ruta 5. Nunca nos detuvimos.
Pasamos la línea del trópico de Capricornio. 
Ivonne nunca me preguntó mi nombre.
 Solo me dirigió una sola vez la palabra.
Fue para darme una orden a la altura de Caldera:
"Detente, quiero mirar las olas".
Paré el auto en seco. 
El camino serpenteaba sobre un acantilado. Nos bajamos todos.
Llegaba la noche y el sol se hundía en el agua. 
Ivonne se había quedado  atrás.
De pronto,  de la maleta del auto sacó una gran bolsa de lona. Eran 50 kilos de cocaína.
Se  apartó del camino. 
Desde el borde del precipicio comenzó a vaciar el cargamento.
Por el aire volaron los polvos hasta caer al mar. 
Volaron los sueños.
Abajo,   los  roqueríos  quedaron cubiertos con una fina película blanca.
Poco a poco,  la marea del océano los fue limpiando.
En completo silencio Ivonne miraba hacia el horizonte..
Estática y ausente como una figura inanimada.
Corrimos a su lado. 
Salía la luna: menguante y traslúcida sobre las dunas.
De pronto como un golpe eléctrico Ivonne sacudió su mutismo.
El mundo volvió a girar nuevamente sobre su eje.
De prisa corrió por una empinada huella que daba al mar, y se lanzó a las bravas olas.
Desesperada comenzó a lamer el  polvo sobre los roqueríos.
Las olas la estrellaban en la rompiente como a una muñeca de trapo.
Una gran ola la envolvió. Vimos como el mar se la tragaba.
Esperé toda la noche entre desbocados remolinos a ver si la marea la devolvía a la orilla.
Bajo la luna recorrí todos los rompientes buscándola. Nada.
Avanzaba la noche entre salvajes chasquidos.
En la mañana la encontré. El mar había calmado su furia.  Hinchada y con los ojos abiertos.
La tomé en brazos y caminé por una interminable playa solitaria.
No sé cuánto tiempo.
De pronto me encontré frente al auto. 
Sus amigos habían desaparecido. La tendí en el suelo .
 No dejaba de mirarme. Estaba blanca. 
De su cartera abrí un estuche y comencé a pintarla.
 Los ojos y los labios rojos como antes. 
La senté a mi lado y puse el auto en marcha.
Bajo la noche me acompañó en un viaje interminable. Estábamos solos.
Al fin pude hablarle: "Ivonne, yo te llevaré al sur"
Seguimos viajando hasta salir del desierto.
Bajo las primeras nubes aparecieron los primeros arbustos. Comenzó a llover.
 Lo supe demasiado tarde. 
El viaje  era un espejismo : Ivonne nunca estuvo viva.


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De "CAMBIO Y FUERA"
(Santiago Elordi - 1992)





miércoles, 24 de octubre de 2012

ESTÁ PARA UN TANGO




Deletreo con la mirada a  la multitud
 para encontrar a la que soy.
 Perdí mi nombre,  letras de agua.
Fortaleza desarraigada.
 Insisto, girando en este frágil  lugar:
como un látigo oigo mi nombre.
He sido recuerdo  de tanta inútil memoria,
tanto,
con mis propias manos apretando las sienes,   me digo :
soy  lo que quiero ahora.
Hermosa de nuevo,  encantada
 ante  la inmensidad de los sucesos.
Descolgada de  lo que se agiganta dentro de mí:
sin bautizos,  sin nombres.
Algo de odio y rencores he sido.
Víctima de los demás también.
Del desamor, abandono, traiciones y ausencias solidarias
que hirieron el costado criminal.
Agito mis manos de ese modo que pareciera que me despido.
Tal vez, me digo adiós.
Escapo sin cumplir, como una hoja , suavemente ;
 o del modo en que planearía un ladrillo de arcilla.
Enormes y tantos sueños los asesiné antes de cumplirlos.
Los volví a imaginar de a poco, para que se alejara el hambre
de levitar a través de pálidas telas transparentes,
 de sueños que lentamente o de golpe, surgen
 entre el  vientre y el mentón.
Hubo un tiempo en el que  me llené de palabras, comí palabras...
con las que me sobraron, mentí  lo necesario.
Me apagaba en tanta duda.
Me saboreaba iluminada y poderosa
mientras me arrodillaba sobre las piedras derrotada, contemplando mi deshonra.
No dije,
no hablé,
sufrí,
no dije yo.
De vez en cuando, entran por mi ventana
 deliciosos aromas que trae la hora del lobo.
Es aquí en donde estoy.
Rodeando la camada de todo pelaje, ronroneando las tardes,
atenta a los cantos de sirenas.
Necesito volver a mi horizonte,
alerta en los cambios de dirección del viento,
y las caricias de los míos.
La pantera no comulga con ruedas de carreta.
Y yo, Luisa..... espero.
Quieta  esperándome: el regreso.